"Los demonios" de Ken Russell en el podcast El Sótano de Radio Belgrado
Emilio López y una servidora hablamos de Los demonios (1971), película maravillosa, disonante, perturbadora y llena de sentido en el aparente caos y sinsentido; una pieza esperpéntica, diabólica y angélica, que cambia la perspectiva tradicional y desenmascara a los verdaderos demonios. Una película de rugiente actualidad que tal vez nos permita tomar la distancia adecuada para discernir qué forma adoptan los supuestos defensores de la moral.
Russell nos ofrece un universo perverso, escatológico, chirriante, ridículo en ocasiones, donde, sin embargo, palpita la ternura y el amor por lo verdadero. Nos hace beber del vino de la locura para experimentar el sinsentido desde su más profunda y perversa sede.
Lo mejor (o lo peor) de todo es que está inspirada en hechos reales: el caso de posesión colectiva en un convento en Francia del s. XVII, en el pueblo de Loudun. En un caldo de cultivo elaborado a partir de una mezcla de tensiones políticas, rencillas, frustraciones y rencores personales, y una epidemia terrible de peste, el padre Grandier, consumado mujeriego con una filosofía de vida controvertida y sacrílega, es señalado como el mensajero del Diablo y juzgado por brujería. Estos acontecimientos inspiraron el libro de Adolf Huxley Los demonios de Loudun, documento de un rigor admirable.
"El crisol" (1996) de Arthur Miller, dirigida por Nicholas Hytner, afronta la misma temática de forma limpia, clásica, clara, desde un respetable lugar seguro, utilizando el caso de las brujas de Salem como catalizador y al granjero honrado John Proctor, cuyo único pecado es haber tenido una aventura con la joven Abigail, como mártir de la razón y las causas justas. Esta película está basada en la obra de teatro "Las brujas de Salem", estrenada en Nueva York en 1953, un ataque certero a la caza de brujas de Hollywood durante el macartismo.
Por el contrario, Ken Russell, despreciado por unos, adorado por otros, pero siempre fiel a sí mismo, ofrece una narración en la que resulta difícil salir impoluto. Nos hace enfrentarnos a la idea de que tal vez haya algo más terrible que la idea de una única esencia maligna, responsable de todos los dolores y conductas blasfemas. Cuando el demonio es uno, siempre puede exorcizarse.
Tal vez el hecho de pensar que el mal es producto de una sola voluntad, una sola dirección, una inteligencia superior organizada, es lo más cómodo. Tal vez lo más aterrador sea intuir que el demonio no es es uno, sino dos, tres, cuatro, cientos, miles de voluntades diversas y mediocres con sus propios intereses personales, sucumbiendo al miedo, a la estupidez y a la más fútil mezquindad. Una mezquindad de apariencia irrelevante que, embadurnada del combustible adecuado y encendida con la chispa oportuna, puede ocasionar estragos humanos irreparables.
Ya lo sintetizó William Shakespeare en La tempestad:
«El infierno está vacío, ¡aquí están los demonios!».
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